Si yo fuera joven sería director de cine. Sensaciones y percepciones desde la butaca (publicado originalmente en Cine Toma No. 33, Mar-Abr. 2014. Encomio del espectador. Demografías y relatos desde la butaca)

Desde la butaca

Pedro Paunero

Como señala Richard Wagner a Ludwig II de Baviera en el filme de Luchino Visconti:

el público es una comunidad ideal sin jerarquías. El espectador debe poder concentrarse. Necesitamos oscuridad total.

Aparece así el concepto del escenario como obra de arte total en un sitio democrático para un público entregado. Wagner, que tenía ideas muy adelantadas para su época, parecía referirse al cinematógrafo cuando en realidad se refiere en un tono emocionado a su carísimo proyecto de teatro ideal. Pasó el tiempo. Y la música. Y la ópera. Entonces ocurrió el prodigio.

No sé cuál fue la primera película que vi ni la edad que tenía pero sí sé que en los años de decadencia de la Compañía Operadora de Teatros, S. A. (la COTSA de amarga memoria), en uno de sus cines en provincia, a los 9 años de edad, vi el E.T. de Steven Spielberg. Recuerdo una sola escena: el meloso extraterrestre medio muerto cerca de unas coladeras. Pero esa película, en una segunda revisión, ya en su lanzamiento con nuevas escenas, me fue insoportable de ver. Que se quede dónde pertenece: al siempre idealizado terreno de la infancia rememorada, muchas veces reconstituida y en mi caso siempre refutada. La infancia tiene otros terrenos más amplios, menos ambiciosos –y en ocasiones más dignos-, desde el punto de vista del presupuesto en la producción: llené mi adolescencia con cine de Serie B (ciencia ficción y terror) y en una de sus derivaciones al slasher en ese mismo cine fui testigo del efecto que el Maniac de William Lustig tuvo en el público. En mi memoria se confunde la imagen de una cabeza explotando, asesinatos brutales, una enfermera ante el lavabo de un baño público, maniquíes que cobran vida y mi asombrada mirada infantil viendo a la gente abandonar el cine ante el impacto de las escenas. Los extremos se tocan, dijo alguien, y en esa gran sala que olía a fría humedad los extremos se tocaban y arrojaban chispas: ¿qué hacía yo, a los 7 años de edad, viendo esa película, cómo habían admitido mi entrada si el cartel –lo sé ahora-, explicaba claramente: “Ninguna persona menor de 17 años es admitida”? Acaso en la caída ex profeso de ese sistema de cines del estado –en su desidia tan cara a ciertos sectores de la sociedad-, antes de su privatización, esté la respuesta. Llovía de todo en esas salas, desde orina y saliva hasta las más inocuas o dolorosas obscenidades cuando en la pantalla el monstruoso asesino desnudaba a sus víctimas.

Esos monstruos “de la puerta de al lado”, desde los inquietantes seres reales de Freaks de Tod Browning hasta el asesino serial francotirador de Targets de Peter Bogdanovich que se enfrenta al viejo Karloff-Orlok le hicieron mucho daño a mi mente infantil. Desperté del sueño y me lancé al vacío. Slasher, Giallo, Gore, Eroguro, Exploitation (con todas sus aristas punzo cortantes), Porno Chic y mucho más eran caminos tortuosos por los cuáles había que transitar como buen cinéfilo. Russ Meyer y John Waters al lado de Antonioni, Bresson, Carné, Fellini, Herzog, Pasolini, Renoir e Ingmar Bergman, ¿después de todo no fue en Suecia dónde se rodó Thriller-A Cruel Picture, esa obra maestra del cine de violación y venganza de Bo Arne Vibenius? George A. Romero se cuece en un caldero aparte, la suya es una crítica ácida al capitalismo que, gracias a las diversas lecturas que sus cintas de muertos vivientes soportan, el entretenimiento no se ve por esto menoscabado pero que ha sido trivializado últimamente hasta la saciedad por todos sus imitadores al grado de reducir la trama a mera pirotecnia visual en una escalada de sangre, huesos y carne putrefacta que tiene en Braindead de Peter Jackson (hoy Señor de la Tierra Media) al culmen de su producción. Esta clase de entes fílmicos están recubiertos de una sintomatología que acosa a la sociedad capitalista como bien apunta el escritor de horror Duglas E. Winter en el prólogo de su antología Escalofríos (Prime Evil por su título en inglés).

En el principio fue la carne. La carne abierta, supurante, modificada, alterada, penetrada: desde el erotismo, la pornografía (incluyendo la zoofilia implícita en King Kong) a la Nueva Carne de las muchas veces toscas películas (en lo que concierne a la superficie) de David Cronemberg, el cine ha tratado tangencialmente el sexo al grado de prometer mucho pero mostrar poco incluso antes del Código Hays. Desde El beso de los hermanos Lumiére del año 1900 a las primitivas cintas mudas voyeuristas de la casa austríaca Saturn Films de los años diez del siglo XX que fueron tempranamente prohibidas, no se mostraba todo. El material duro está en otra parte, en los sótanos del internet por ejemplo, la verdadera caja de pandora, el cofre del pirata para el cinéfilo cazador de imágenes digamos “estimulantes”. ¿Y qué decir de las otras formas de amar? Películas como Lot in Sodom de James Sibley Watson, una especie de triunfo del cine de arte silente pero también de la filmografía homosexual hasta el Poison de Todd Haynes, basado en el para nada sutil autor Jean Genet, el homosexual, proscrito y corruptor hijo de una puta pero genial expositor del reverso de la belleza se han abierto paso hasta erigirse en las cintas de culto que todo cinéfilo que se precie ha de buscar. Pedid y se os dará, tocad y se os abrirá. Si de Jean Genet se trata no olvidemos su burdo experimento Un Chant D´Amour, pequeña joya del cine puro y del cine carcelario (del cuál es pródigo en obras maestras el cine francés), que no tiene empacho en mostrar el voyeurismo como un acto de violación: el punctum de Roland Barthes en este cortometraje nos salta y asalta nuestra propia mirada, va más allá de ese detalle que deviene algo proustiano: es algo íntimo y a menudo innombrable para ser aquello que me despunta, lo que penetra, a través de secuencias dónde la imaginería homosexual es expresada no solamente a través de la masturbación y de la, quizá, más erótica de las escenas que ha dado el cine: el acto de pasarse el humo de un cigarrillo a través de una pajilla insertada en un agujero de la pared de una boca a otra sino el acto violatorio de introducir una pistola en la boca del reo, aún más violenta que las escenas dónde se muestran los miembros masculinos y constituyen dos escenas paralelas –por lo inestimable de sus poderosos alcances visuales-, a la del ojo cortado del Perro andaluz de Buñuel y que curiosamente no ha sido censurada –por lo menos no mientras escribo esto-, del Youtube dónde se la puede ver libremente.

Pero también las obras de los consagrados eran difíciles de ver en mis largos años de cinematográfica cacería. En aquellos tiempos pre internet ¿cómo se podía ver “el otro cine” fuera de los cineclubes? De alguna manera los ciclos televisivos culturales dedicados al cine menos comercial despertaron en mí la inquietud de ver otra clase de filmes que no tan fácilmente llegaba a las carteleras. O por lo menos no a las carteleras de un cine de provincia. Visconti, Tarkovski, Godard, Eisenstein. Sus nombres me parecían poderosos, resonaban en los oídos, invitaban a ver sus obras, a saber si viendo ejercían el mismo poder sugestivo que sus nombres ejercían oyendo. Y había en aquellos tiempos (los años 80´s) ciclos de cine de ese tipo en la televisión. Luego llegaron los videocasetes, los DVDs, Youtube y la ubicua internet. Pero también algunas salitas perdidas en la ciudad que dan esas “sesiones golfas” dónde puede uno echarle mano a la chica que nos acompaña sin perder del todo la trama de la insignificante peli en pantalla porque también de esto está formada la memoria del cinéfilo. Desde entonces he visto una cerilla encendida en los dedos de Lawrence convertirse en un sol rojo en el horizonte del desierto y un hueso arrojado al cielo por un homínido en un artilugio espacial pero para esto no pasaron millones de años. También he escuchado el Adagio de Barber mientras cuecen a tiros a un soldado americano arrodillado en el suelo de la selva de Vietnam y he sentido el patetismo de la escena. Un patetismo revulsivo he mirado en Perros de Paja en dónde, con engaños, al personaje que interpreta Dustin Hoffman le llevan al campo a cazar mientras violan a su no tan inocente mujer en su casa.  He puesto atención a todas las bandas sonoras que acompañan la Metrópolis de Fritz Lang, aprobándolas o desaprobándolas. Me he quedado embelesado con el plano secuencia fascinador y pleno de belleza de los detritus en el agua del Stalker de Tarkovski y el suspenso me ha mantenido al filo del asiento con el de Sombras del mal de Orson Wells con su descenso de la cámara en picado mientras Charlton Heston y Janet Leigh van en auto atravesando la frontera de México con Estados Unidos para tomarse una malteada a la vez que suena el tic-tac de una bomba en una cajuela. Tan sólo un guiño, un corte, un buen montaje y la magia acontece: ¿qué hay de ese primer indicio, el acercamiento de la cámara a la cara de la luna en el Viaje a la luna de Méliés para indicarnos que la nave-bala se dirige (y nosotros con esta) al satélite? ¿No estaba, acaso, el pionero descubriendo un nuevo continente en la faz de otro mundo? Así he viajado enamorado y celoso en La Atalanta de Jean Vigo y me he internado en el mismísimo corazón de las tinieblas de la guerra pop del Vietnam de Apocalypse Now. He paseado por los laberintos de la mente y las veladas alusiones al arte moderno como un acto propio de locos en los escenarios aguzados de El gabinete del Doctor Caligari. Me he hecho la pregunta una y otra vez de por qué tiene que cargar con su propio ataúd un vampiro en el Nosferatu de Murnau. He dado vueltas a la puerta giratoria que simboliza el destino en El último, también de Murnau. Corrí enloquecido tratando de detener un carrito de bebé que desciende interminable, eternamente, las escalinatas del puerto de Odessa mientras suenan los disparos en El acorazado Potemkin. Me hundí en la asfixiante harina de un molino espectral en Vampyr de Carl Theodor Dreyer y vi el cielo y el desfile de los muros desde la perspectiva de un cadáver dentro de un ataúd. Volé hacia el mañana y las estrellas en las alas volantes de la prodigiosa Lo que vendrá de William Cameron Menzies. Me sumergí en una piscina al ritmo de sombras acuosas y una pantera amenazante en La mujer pantera del dueto Tourneur-Val Lewton. He visto desfilar seres horrendos, mitad humanos y mitad animales en La isla de las almas perdidas. Recité fatídicamente “¿Cómo iba yo a saber que a veces el asesinato tiene un aroma parecido al de la madreselva?” en Perdición. También me pregunté qué fue del caballo de Nietzsche en El caballo de Turín de Béla Tarr y asistí a la caída del mundo. Busqué cómo un desesperado un trago en Días sin huella. He visto el amanecer en una barca en Sunrise y el caer de la noche en el Motel Bates de Psicosis. Le reclamé a Cocteau: ¡devuélveme a mi hermosa bestia! en La bella y la bestia, como hiciera Greta Garbo. Asistí al final de una gran carrera como director y miré con la mirada de un asesino en la Peeping Tom de Michael Powell. Bajé al submundo de las alcantarillas de Viena en El tercer hombre. Enterré animales muertos, siendo niño, en los Juegos prohibidos de René Clement y di marcha atrás a la cinta en Funny Games. Canté bajo la lluvia. Amé sin barreras. Me hundí en el Titanic. Fui un astronauta solitario en el espacio. Lloré a mi perro cuando me llamé Umberto D y no tuve culpa cuando amé de verdad a dos mujeres siendo Bígamo en la obra maestra de la tristeza de Ida Lupino. Sobreviví al enfrentamiento con los bandidos en Los siete samuráis. Odié ese paso propagandístico en De aquí a la eternidad. Conduje un camión cargado de nitroglicerina cuando me pagaron El salario del miedo. Despojé de sus largos guantes rojos a Marilyn Monroe. Calcé los enormes zapatos de Monsieur Hulot. Me burlé del diablo junto a John Huston. Disparé con Shane protegiendo a un granjero. Apoyé a las mujeres que apoyaban a sus maridos pero que estos no apoyaban en la proscrita cinta de izquierdas y escrita por los proscritos del macartismo en La sal de la tierra. Crecí, sufrí y amé con Apu. Imité el sonido de una sirena de patrulla con James Dean en Rebelde sin causa. Me tatué en los nudillos, uniéndolos en un nudo enfrentado, las palabras “amor” y “odio” en La noche del cazador. Me leyeron la mente con las prodigiosas maquinarias de la civilización Krell del Planeta Prohibido al tiempo que me enamoré de las minifaldas de Anne Francis. Grité: ¡Tú eres el próximo! cuando supe de la Invasión de los asaltantes de cuerpos. Adoré a un becerro de oro mientras Moisés recibía Los diez mandamientos. Jugué una partida de ajedrez con la muerte antes de abrir El séptimo sello. Fui El hombre menguante y volé en mil pedazos el Puente sobre el río Kwai. Hice trasplantes de cara en Los ojos sin rostro y junto a su director, Georges Franjou, olí el vaporoso aroma de La sangre de las bestias. Fui Cecil B. DeMille mirando bajar por las escaleras a la demente Norma Desmond-Gloria Swanson en Sunset Blvd y le hice al amor lésbico a la dual Betty/Diane de Mulholland Drive. Gané la carrera de cuadrigas junto a Ben Hur y robé carteras en una danza estilizada en la Pickpoket de Bresson. Lloré acariciando el burrito de Al azar de Baltasar. Disparé sobre un pianista y tuve una Aventura con Monica Vitti. Fui un italiano rico y despreocupado en Il Sorpasso y La dolce vita. Viví en una isla con La joven de Buñuel. He clavado la Máscara del demonio en el rostro de Barbara Steel y me puse yo mismo La máscara de la muerte roja con Vincent Price. He pedido prestado El apartamento a Jack Lemmon para llevar chicas sin tener que pagar hotel. He vacacionado en Marienbad y sus jardines plagados de estatuas y me he congelado en las fotofijas de La Jetée. Compartí a la misma chica con Los soñadores de Bertolucci y he tenido El rostro impenetrable. Desayuné con diamantes, comí con Viridiana y cené con los acusados. Volé en globo en ochenta días. Fui El mensajero del miedo y le pregunté a El hombre que sabía demasiado: ¿Qué fue de Baby Jean? Corrí bajo el ataque de Los pájaros y las criaturas surgidas de otra dimensión de La niebla. Me transformé en El profesor chiflado y sufrí El desprecio. Estuve en el Corredor sin retorno con Lola Montes y El gatopardo. Vagué por el ancho Mondo Cane y fui Dog, Star, Man cuando me acerqué mucho, demasiado, al The Wall de Wavelenght. De El evangelio según San Mateo pasé directamente a la mansión con los sádicos de Saló. Fui el Doctor Zhivago que no pudo evitar la epidemia de los muertos vivientes. Luché en las calles en La Batalla de Argel contra los franceses y contra los nazis en ¿Arde París? He escuchado Campanadas a medianoche y peleé con Lemmy Caution en Alphaville. He sentido Repulsión en Faster, Pussycat! Kill! Kill! Acompañé a los motociclistas de Scorpio Rising, Easy Rider y The Wild One con Lolita entre las piernas para parar en el Table Dance de Exotica y hacerle un bebé a Rosemary al ritmo del Vals de Mephisto. Celebré ritos paganos y practiqué sacrificios humanos dentro de El hombre de mimbre y comí carne cruda durante un Holocausto caníbal. Jamás fui ni bueno, ni malo ni feo sino un Buscavidas. Me burlé de los viejos rabo verdes con las corrompidas chicas de Las margaritas dentro del Plan siniestro de John Frankenheimer en pleno calor de la noche. Me gradué con la Señora Robinson y opté por no ser El conformista sin olvidar que estuve en High School en El año del cerdo. Me acompañó El grupo salvaje a Woodstock. Bailé el Último tango en París y al salir vi una Carretera asfaltada en dos direcciones. Encarné a El padrino en Ciudad dorada. Follé como loco en El imperio de los sentidos y bajo las criminales órdenes de Calígula. Llevé a Annie Hall durante su febril noche de sábado en Taxi Driver. He dicho a una mujer enamorada que podía morir después de besarla porque la noche anterior por fin había podido ver Casablanca, aunque después ni hube de morir ni fueron los últimos labios que besara.

Si de amor se trata no siempre los filmes mal llamados románticos tuvieron, para mí, la última palabra. Fue el amor hacia una máquina la que me dio la clave. Cuando tuve dudas del amor de una muchacha le solté, en la banca de un boulevard a orillas del río Tuxpan, en el estado de Veracruz, la frase que Rick–Harrison Ford-Deckard le dice a Rachel-Sean Young en Blade Runner: di bésame. La chica dijo: bésame con un cierto azoro y deseo, así supe y cayó en mis brazos. El erotismo se me ha manifestado en la manera en que visualmente acaricié las piernas enfundadas en leotardos de la vampiresa Irma Vep (la pasional actriz Musidora) en Les vampires de Feuillade, serial del año 1915, en un acto de gerontofilia cinematográfica; en desear tocar los senos de Brigitte Helm transformada en robot humano en un cabaret de la Metrópolis de Lang y en sentar imaginariamente en mis piernas la frágil pero fatal belleza de la Louise Brooks de La caja de Pandora. Y aunque aún sigo creyendo que la película más bella que he visto hasta ahora es Muerte en Venecia de Visconti (poco antes del Andrei Rublev y del Sacrificio de Tarkovski y de la impresionista Ménilmontant de Dimitri Kirsanoff) me quedo mejor con la belleza animal de Claudia Cardinale en Sandra, esa cinta “menor”, casi gótica y anómala, que mucho tiene de la tragedia griega de Electra, en la filmografía del maestro italiano.

De entre los indiscutibles maestros puedo presumir que he visto la filmografía completa de Hitchcock -y la de otros-, la que aún perdura por supuesto, y si viviera le confesaría que por admiración a su obra soporté mirar hasta el final su cinta silente El ring (en realidad toda su etapa silente), yo que detesto el cine de boxeadores, al igual que el resto de sus trabajos más flojos como Matrimonio original pero, al contrario de lo que dice la crítica, me divertí mucho con Pero… ¿quién mató a Harry?, ejemplo del mejor macabro humor inglés que en todas las ocasiones desarrolló para las presentaciones de su programa de televisión.

Hablando de cine silente al constituir este una de mis pasiones (se trata de una forma de arte en sí mismo dentro de lo que se ha venido denominando Séptimo Arte) no he evitado caer en los análisis, las comparaciones y las sospechas que fluctúan entre lo que parecen secuencias cinematográficas que rinden homenajes, que son descarados plagios, o que conforman simples coincidencias en las escenas que podemos ver en la peliculita de Edwin S. Porter What happened (on Twenty-Third Street, New York City) de 1901, dónde a una mujer que pasa encima de la rejilla de ventilación se le levanta la falda en paralelo a lo que le sucede a Marilyn en esa escena mítica de Comezón del séptimo año. Escenas similares sino las mismas se encuentran en la ya mencionada nave clavada en el ojo de la luna del corto de Mélies de 1902 y Excursión a la luna (1906) y Viaje a Júpiter (1909) del español Segundo de Chomón en lo que podrían ser los primeros remakes o los primeros y descarados plagios. Reivindiquemos a Chomón sin embargo, después de todo al parecer a él se le debe uno de los primeros usos libres e ingeniosos de lo que entonces se llamó carello y hoy travelling en la magnífica, la gigantesca Cabiria de Giovanni Pastrone próxima a cumplir el siglo (el 18 de abril de 2014). ¿Recuerdan la mítica escena de Jack Nicholson abriendo a hachazos la puerta del baño en El resplandor de Kubrick? Su origen está en Lirios rotos/La culpa ajena (uno de las máximas exponentes del llamado estilo blando colmado de belleza) del año 1916 de D. W. Griffith, en la secuencia en la cual un padre enloquecido abre a hachazos un agujero en la puerta tras la que se oculta la hermosa, aterrorizada y frágil Lillian Gish.

A veces las imágenes en movimiento remiten a lo pictórico, al ícono del cuál derivan todas las filmografías: las cuevas de Lascaux, de Chauvet y de Altamira dónde, quizá bajo los efectos de sustancias enteógenas y los juegos de sombras producidos por las antorchas, se podían ver moverse las pinturas rupestres en un conjuro de aprehensión de las almas de las criaturas representadas. Esto sucede en la hermosa secuencia inicial de La bella y la bestia de Juraj Herz de 1978 en la cual avanzan penosamente unas carretas por un camino enlodado que tiene un paralelo en el precioso grabado de M. C. Escher de 1952, Puddle (Charco), que conjunta agua, tierra, cielo y la presencia y ausencia de los hombres; las continuas referencias a cuadros de Brueghel y otros pintores impregnan la Melancolía de Lars Von Trier que también recuerdan aquellas de la Solaris de Tarkovski en la escena de ingravidez.

Del cine mexicano –tan abigarrado del preciosismo icónico de Gabriel Figueroa en su edad de oro-, fuera de ¡Vámonos con Pancho Villa! (que vi en el Cine Lumiére de Reforma el día 20 de noviembre de 2010 en las inestables celebraciones del centenario de la revolución mexicana) o el cine repleto de homenajes de Carlos Reygadas, con excepción de la extrañamente libre década de los 70´s que dio obras relevantes, experimentales e interesantes, me atrevo a expresar, parafraseando a José Emilio Pacheco: No amo mi cine, su fulgor de celuloide me es inasible, pero me quedo con unas diez películas suyas que retratan cierta gente, lugares o pueblos y alguna que otra lucha perdida. Y entre estas pongo en primer lugar el cine de Buñuel al lado del fenómeno estrambótico de las películas del Santo, el enmascarado de Plata, el cine que imitaba la Serie B americana para después ponerme en los zapatos de Tin Tan besando a todas las actrices.

Como escritor que ha abordado el ensayo cinematográfico pero también como autor encasillado en el erotismo y el género fantástico hice en el cuento La impronta un homenaje al cine de género en la historia de un agente que viaja a través de varias películas (portales), en busca de un misterioso fugitivo que escapa por lo que denominé el Filmuniverso amenazando con desestabilizar la totalidad de los universos paralelos (el Multiverso) que se interconectan entre sí. Estos portales de color azul son de varios tipos: los que llevan a filmes poco vistos brillan con menor intensidad y se mantienen abiertos siempre y cuando exista alguien que permanezca mirando esos filmes, de otra forma se corre el riesgo de quedar prisionero de la trama y convertirse en el personaje en que se ha encarnado. Al final, mirándolo todo desde una ventana, el personaje asiste al conglomerado de películas existentes desde el principio, dónde se mezclan y agitan en un torbellino y fluyen hacia nuestro mundo.

Transcribo aquí el párrafo final porque describe lo que como espectador -desde la butaca de la sala de cine, desde la sala de la propia casa o desde el dispositivo móvil de última moda desde el cual se puede acceder a ver cualquier película-, todos experimentamos, ese sentido de transformación e inmersión en otro mundo cuando las acciones de la pantalla nos asaltan la mirada:

Interior. Día. El Hotel Cósmico de 2001, Odisea del Espacio.

Un hombre sentado. Teclea en una máquina de escribir dándole la espalda a la cámara. La lógica interna del guión exige un argumento simple: una persecución y un perseguido. El perseguido no debe ser conocido. El perseguidor, en cambio, debe tener la cualidad de un hombre sencillo, entregado a la trama. Y una trama movida: el paso entre los portales del Filmuniverso y el riesgo de la destrucción total del Multiverso. El hombre se levanta. Es Buster Keaton. Pone la mano sobre el antepecho de la ventana: en el dorso lleva el número 007. Fuera se agitan las escenas del Filmuniverso mezclándose en un torbellino: la cara de la luna de Méliès recibe en el ojo a la Enterprise, debajo de la agitada falda de Marilyn se mueve el puñal de Norman Bates en trayectoria obscena. Todo fluye en chorro hacia la Cuarta Pared y la atraviesa.

En un mundo preñado de imágenes y como escritor nacido en el siglo del cine hago mías las palabras que expresara hacia el año 1928 el filósofo español José Ortega y Gasset a Luis Buñuel:

Si yo fuera joven me dedicaría al cine. O, en otras palabras, si no fuera escritor sería director de cine.

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