Auge y caída del Nuevo Hollywood (Publicado originalmente en «La digna metáfora» Número 10. Año 1. Agosto de 2019.

Auge y caída del Nuevo Hollywood

Pedro Paunero

La culpa fue de los cahieristas. Mejor dicho, la culpa fue de los cahieristas a través de Andrew Sarris. Pero, sobre todo, de algunos inquietos personajes que, a fines de los años sesenta, le compraron –y, con esto, pagaron muy caro, al mismo tiempo que cambiaban Hollywood para siempre-, la “teoría del autor” a Sarris.

En “The American Cinema: Directors and Directions 1929-1968”, Sarris proponía una serie de lúcidas ideas:

“El arte del cine es el arte de una actitud, el estilo de un ademán. No es tanto el qué como el cómo. El qué es un aspecto de la realidad presentado en forma mecánica por la cámara. El cómo es lo que los críticos franceses designan quizá un poco místicamente como la puesta en escena. La crítica de auteur es una reacción contra la crítica sociológica que puso al qué contra el cómo. Empero, sería igualmente erróneo enfrentar al cómo contra el qué. Lo principal de un estilo con significado es que unifica el qué y el cómo dentro de una declaración personal; hasta el paso de una película puede ser emocionalmente expresivo cuando se le comprende como figura de estilo. Claro que los mejores directores suelen tener la fortuna de controlar sus películas para evitar una notable disparidad entre el qué y el cómo. Es solamente en los niveles intermedio e inferior de la producción fílmica donde encontramos desperdicios de talento en obras inadecuadas. No todos los directores son autores. En realidad, la mayoría de los directores son, de hecho, anónimos”.

A esta nueva actitud, contribuyó, de manera decisiva, el cambio en el público. Se da el año de 1966 como aquél en el que los magnates de las grandes productoras, viejos, decadentes, pero reacios a ceder, cobraron conciencia de que sus películas ya no atraían masivamente a los espectadores a las salas de cine. El poder de la televisión modificó los hábitos ciudadanos. Las salas de cine cerraron, los estudios quebraron y un nicho, ocupado por películas europeas, de arte y ensayo, se abrió. Fue una grieta enorme en el muro de hierro de Hollywood. Propietarios de salas pequeñas, dispuestos a exhibir las realizaciones de los franceses Godard y Truffaut, aquellos mismos que defendían la “política de autor” en el cine, italianos como Federico Fellini o el sueco Ingmar Bergman, se atrevieron y llenaron sus inmuebles, no sólo con un público ávido de experiencias distintas, sino de la misma gente de Hollywood, decidida a probarse en nuevos territorios narrativos. Y todos estos realizadores tenían en la cabeza una idea en común: ellos mismos eran “autores”.

Entre la tropa, nunca numerosa, de adictos a la Nouvelle Vague, hicieron su aparición dos escritores de Esquire, David Newman y Robert Benton, quienes, insensatamente entusiasmados por las nuevas corrientes, y sin conocimientos previos sobre cómo escribir un guion, decidieron escribir la película que les hubiera gustado ver. Y que sabían que no existía. Contactaron a Truffaut. Y Truffaut contestó con una lección magistral sobre el “tempo” real y el cinematográfico. Truffaut le hizo llegar el guion a Godard quien, antes de decidirse a dirigir esa película, optó por realizar una de sus películas emblemáticas, “Alphaville”. Durante una cena Truffaut le sugirió la lectura del guion a Warren Beatty que se lo hizo llegar a Arthur Penn. Con un final insatisfactorio, Penn se fue a dormir, y soñó el final de la que sería la cinta inicial de lo que se denominaría el Nuevo Hollywood, “Bonnie y Clyde”. Es célebre la anécdota que describe cómo Jack Warner repudió la película. Cuando la exhibieron, en pase exclusivo en su casa, advirtió: “Si me levanto a mear es que es una mierda”. El viejo magnate lo hizo muchas veces a lo largo de la cinta. El Sistema de estudios, pues, aunque agonizante, se negaba a entregar las botas.

Mientras tanto Roger Corman, Rey de la Serie B, con American International Pictures, se erigía con un negocio redituable en el que, prácticamente por casi nada, se rodaban, en tiempo récord, películas para consumo masivo, y sobre todo adolescente, a través de un nicho especifico, los auto cinemas que importaba un bledo a las grandes productoras, a la vez que iba descubriendo a una pléyade de nuevos talentos quienes, a la vez, trabajaban o actuaban sin cobrar. Serían estos ayudantes de director, actores principiantes y apasionados del cine, los responsables de crear el Nuevo Hollywood, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, que comenzó editando y remontando películas rusas, Jack Nicholson, Peter Fonda y Peter Bogdanovich. La escuela de Corman se formó, tras pasar por las apresuradas producciones de Roger, con una cámara prestada y material desechado. Así, a Peter Bogdanovich se le ofreció tomar metraje de “The Terror”, película de Corman, cobrarle dos días, que aún no cubría, a Boris Karloff y, en un magistral ejercicio meta cinematográfico, interpretarse a sí mismo como un decadente símbolo del cine gótico, ya desfasado e inocuo, en una trama en la que, un adicto a las armas, comienza a matar gente, desde lo alto de un tanque de agua. Una nueva clase de monstruo nacía y desplazaba a los anteriores, no sin antes enfrentarse a la mismísima leyenda de Karloff que lo tunde a bastonazos en “Targets”. El Nuevo Hollywood nacía en sangre, y en sangre se identificaba, con las juventudes que se manifestaban contra la guerra de Vietnam.

Y, así como la sangre no corre sino en ríos alternos a los del fluir erótico, los escándalos sexuales envolverían constantemente este nuevo cine americano. Tres ejemplos subrayan la irrupción escandalosa del Nuevo Hollywood. Peter Bogdanovich se superaría a sí mismo con “The Last Picture Show” (1971), con la cual descubriría, lanzaría al estrellato y se enamoraría, de la joven y hermosa Cybill Shepherd, destruyendo su matrimonio con Polly Platt, su gran colaboradora y, hasta entonces, cómplice de avatares, Roman Polanski daba fiestas de piscina, en las cuales un tropel de quinceañeras se bañaba en Topless, y a las que fotografiaba constantemente y Dennis Hopper, arúspice de la nueva corriente, viviría a medias en el mundo real y a medias en la paranoia inducida por las drogas.

El talento, combinado con la ambición, fue la materia inflamable que encendió la mecha explosiva del Nuevo Hollywood. El sexo, la droga y el Rock and Roll su combustible. Así se filmó “Easy Rider”, la película insignia de la Era hippie, cuyo antecedente era un título de Corman, “The Wild Angels”. Según Peter Biskind, en su aclamado libro “Easy Riders, Raging Bulls”, Peter Fonda y Dennis Hopper discutirían sobre la doga con la que traficarían sus personajes para enriquecerse. Descartaron la marihuana por barata, la heroína por sus connotaciones desagradables, y terminaron por optar por la cocaína por considerarla “la droga de los reyes”. La historia de dos motociclistas que atraviesan los Estados Unidos para llegar a tiempo del festival del Mardi Gras en Nueva Orleans, como en una especie de meta utópica, escapista e iniciática, conectó con el público y anunció, masivamente, la existencia de la “Contracultura” a todos aquellos que la ignoraban o no querían enterarse de esta. Sus figuras míticas, cowboys mecanizados, motorizados y, sobre todo, inmersos en un “trip” a dos niveles (uno interior, psicodélico y el otro exterior, no menos alucinante), suponía la pintura agreste de un estado de conciencia que imperaba en el país. Así, George (Jack Nicholson en su primer papel importante, post Corman) puede expresar que “Cuesta mucho ser libre cuando te compran y venden en el mercado”.

Muy pronto, antes de saber que la cocaína era tan adictiva, los fundadores del Nuevo Hollywood se vieron inmersos en el consumo masivo de sustancias. Pocos días de cumplirse el mes de su pase en cines, la Familia Manson asesinaba a Sharon Tate, la esposa de Roman Polanski, en su propia casa, con lo que parecía reafirmarse la idea que vertebraba su película “Rosemary´s Baby”, de que el mal puede llegar, o albergarse, a las puertas –y detrás de las puertas- del hogar. El sueño hippie, con su Verano del amor, estaba por terminar. “Midnight Cowboy”, de John Schlesinger, que había sido posible sólo a través de United Artists, única productora que concedía control creativo a sus directores, exhibida un par de meses antes que “Easy Rider”, primera cinta clasificada con una “X” en ganar un Oscar como mejor película, también daba cuenta de esa otra América, marginal y ubicua, la de la prostitución, masculina y femenina, y la homosexualidad. El público aceptó la propuesta y accedió a una especie de edad adulta mental en el cine.

Porque, a la vez que los motociclistas de “Easy Rider” recorrían la psico-geografía americana, Sam Peckinpah, que rodaba permanente alcoholizado, accedía a la pantalla para salpicarla con hectolitros de sangre con “The Wild Bunch”, que recuperó el honor perdido del Western para los Estados Unidos, que los italianos, apadrinados por los tres Sergios (Leone, Sollima y Corbucci) le habían arrebatado. En permanente conflicto con los ejecutivos de los estudios, y consigo mismo, el estilo áspero de Peckinpah casaba perfectamente con la era de desasosiego que este “grupo salvaje” de cineastas plasmaba en el celuloide. “The Wild Bunch”, con sus orgiásticas escenas de destrucción masiva, por parte de un grupo pequeño de americanos interviniendo en la Revolución mexicana, por otro lado, asombrados ante la violencia inherente a “lo mexicano”, bien podía interpretarse como la que los Estados Unidos ejercían sobre Vietnam.

Sería el más adelantado de los discípulos de Corman, Francis Ford Coppola, quien tomaría la batuta como el artífice del Nuevo Hollywood. Coppola tenía encima una cinta de Roger, “Dementia 13”, y tres producciones de arte, que nadie había visto, “You’re a Big Boy Now”, “Finian’s Rainbow” y “The Rain People”, cuando acometió el proyecto de adaptar “The Godfather”, la barata novela sobre la mafia de Mario Puzo, por cierto, bastante suavizada para la pantalla. Como señalara John Milius, responsable del guion de esa imperfecta obra de arte de Coppola, “Apocalypse Now”: “Íbamos a ser los nuevos Godards, los nuevos Kurosawas. Y Francis iba a guiarnos”. Toda una tradición, aderezada por las nuevas corrientes, impregnan el filme, uno de los mejores de la historia, que trasciende la mera trama gansteril para situarlo en el nicho de las contadas auténticas obras maestras, el mejor Film Noir y la Serie B, en los tiempos del Blaxploitation, los documentales apoteósicos de Rock como “Woodstock” y su contraparte pesimista, “Performance”, de Donald Camell y Sanford Lieberson, la auto censura de Kubrick por su “A Clockwork Orange”, los policíacos sucios y brutales como “Bullit” (Peter Yates, 1968), “Dirty Harry” (Don Siegel, 1971) y “The French Connection” (William Friedkin, 1971), las sesiones golfas en las que estos nuevos directores acudían en masa a ver “El topo” (1970) -y a drogarse de paso-, de Alejandro Jodorowsky, el ascenso de Robert Altman con títulos esenciales como “M.A.S.H.” (1970) y “McCabe and Mrs. Miller” (1971), antes de sus constantes fracasos y su consagración con “Nashville” (1975), y los de bizarras como arriesgadas producciones como “Harold and Maud” de Hal Ashby, otro de estos Enfants Terribles, hirsutos, hippiosos y “autores”.

En el tiempo que medía entre “The Godfather” (972) y “The Godfather: Part II” (1974), los compañeros de Coppola en la aventura del Nuevo Hollywood hicieron de las suyas con películas asombrosas, rompedoras, tangenciales y, sobre todo, fundamentales. George Lucas debutó con la nostálgica “American Graffiti” (1973), producida por el mismo Coppola; Martin Scorsese también debuta con “Mean Streets” (1973), que sentaría las bases de toda su filmografía, como la exploración de la naturaleza de la violencia y la salvación que conlleva, si se la elige; William Friedkin roza la apoteosis satánica con “The Exorcist” el mismo año, mientras Coppola rueda “The Conversation” en 1974 y Roman Polanski, después del asesinato de su esposa y a pocos años de verse envuelto en el escándalo, filma su última película americana, la gloriosa “Chinatown”, un Neo Noir intrincado y perverso, dominado por la presencia de un Jack Nicholson con la nariz rajada por una navaja. En el extranjero los viejos maestros siguen en la lucha, así, Ingmar Bergman con “Gritos y susurros” (1972), Luis Buñuel se hace de su único Oscar con “Le charme discret de la bourgeoisie” (1972), Akira Kurosawa con “Dersu Uzala” (1974), rodada sorpresivamente en la Unión Soviética, país en el que Andrei Tarkovski, el mismo año, nos da “Zerkalo”. En Estados Unidos dos viejos colosos entregan trabajos menores, John Huston con su “Fat City” (1972) y Alfred Hitchcock con “Fenzy”; el padre de otro nuevo cine, el alemán, Rainer Werner Fassbinder, rueda “Die bitteren Tränen der Petra von Kant” (1972) y uno de los gurúes del Nuevo Hollywood, Francois Truffaut, estrena “La nuit américaine”, tiempos en paralelo que sucedían con el denostado género del terror, con el veterano Christopher Lee en uno de sus mejores papeles, irrumpiendo con una poderosa propaganda neo pagana en la cinta de culto de Robin Hardy, “The Wicker Man” (1973), y en los que Tobe Hooper heriría la sensibilidad de los espectadores, a la vez que los preparara para la andanada Gore y Slasher de los años ochenta, con “The Texas Chain Saw Massacre” (1974) y en los que John Waters asqueara a los espectadores con “Pink Flamingos”.

Para resaltar su carácter de marginales decididos, de rebeldes, de Ousiders, los arquitectos del Nuevo Hollywood tuvieron su propia utopía de camaradería en la colonia de Nicholas Beach, California, en la que, aparte de convivir, trabajarían en sus propios proyectos. Donald Sutherland comenzaría el rumor. Por $400.00 dólares al mes rentaba una casa en la playa, por lo que sería buena idea –y económica-, irse a vivir allá. Así, el resto llegaría en caravana. Entre estos Michael y Julia Phillips, productores de “The Sting”, dirigida por George Roy Hill, y que reunía, por segunda ocasión, a Paul Newman y Robert Redford, tras sus actuaciones en “Butch Cassidy and the Sundance Kid” (1969). Con ellos, Margot Kidder, quien se coronaría “la reina del lugar”, reservándose el derecho de admisión a tal colmena. Margot se enamoraría ahí de Brian De Palma, que llevó con él a Martin Scorsese y este Harvey Keitel. Pronto se les unirían Paul Schrader y John Milius. Aunque ninguno recuerda cómo es que llegaron Al Pacino y Robert De Niro, según una entrevista para el documental “Easy Riders, Raging Bulls” de Kenneth Bowser, basado en el libro de Biskind.

También llegó Steven Spielberg, nerd tan asexuado como Scorsese y Schrader. Julia Phillips, la otra reina de la playa, serviría como el gozne sobre el cual giraban los amigos. En esos tiempos de camaradería, en que esas producciones taquilleras como “The Godfather”, “American Grafitty” o “The Exorcist” que habían devuelto, por méritos propios, sobre todo artísticos, de alta calidad, al público a las salas de cine, nadie imaginaba que el Caballo de Troya que daría al traste con el Cine de autor americano, estaba en esa misma playa.

En los años setenta, lejos todavía de la hegemonía de las plataformas de internet, como Netflix, el espectador, ávido de identificarse con lo sucedido en los guiones, no abandonaría ya los cines. Los productores se percataron en seguida de ello. Y contratacaron. Los sacerdotes del Nuevo Hollywood tenían un ego tan alto como un rascacielos. Y se tiraron abajo desde el último piso. Y fue Spielberg con “Jaws” (1975), la primera gran producción destinada a la temporada de vacaciones de verano, quien introdujo el Caballo de Troya, al coquetear deliberadamente con los estudios. Y estos respondieron con cantidades inmensas de dinero para publicidad y estreno hiper masivo en salas. Se trataba, igualmente, de una película de Serie B con presupuesto exagerado. La primera de una avalancha incontenible que continuaría con una andanada de pirotecnia visual masturbatoria con títulos como “Star Wars” (George Lucas, 1977) y “Close Econcounters of the Third Kind” (1977). Debemos reconocer, a pesar de todo, ciertos méritos dudosos, inherentes a su brillante puesta en escena, en “Jaws”, como la de fundar la paranoia playera a los tiburones, como hiciera Hitchcock con su escena de la ducha en “Psicosis”, que llevó primero el cine barato a otro nivel. Pero fue este tipo de cine, el que terminaría por infantilizar Hollywood y los gustos del público. A pesar de esto, el Nuevo Hollywood aún daría sus mejores ejemplos con obras como “Taxi Driver” (1976) de Scorsese, el viaje al corazón de las tinieblas personales de Coppola en “Apocalypse Now” (1979) y “Raging Bull” (1980) de Scorsese, que inconscientemente fungiría como metáfora del Hollywood dominado por los directores acometiendo a golpes a la industria. Un proyecto personal de Scorsese y De Niro que se oponía al triunfal optimismo de la serie “Rocky” (John G. Avildsen, 1976), con su boxeador que comienza desde abajo y vence a las adversidades. Al contrario, y como pasaba con el Nuevo  Hollywood, la gloria de La Motta en “Raging Bull”, terminaba por no aportarle sino decepciones a su personaje.

La caída del Nuevo Hollywood, con su utópica visión de un Cine de autor americano, estaba ya prefigurado en la tierra fértil que lo abonara, la del Cine Serie B. Porque fueron, precisamente, esas películas de Serie B, con presupuestos descomunales, sostenidas con efectos especiales sofisticados, diálogos malísimos, tramas infantiles pero taquilleras como ninguna otra, las que acabaron con el Nuevo Hollywood, devolviendo al cine a los espectadores que, antes que pensar, filosofar, o profundizar en una trama enmarcada en una producción de arte, se permitía ser sometida al espectáculo y las emociones más básicas. Roger Corman había allanado el camino para que sus discípulos creyeran en un Hollywood inteligente, al mismo tiempo que desorbitado y excesivo fuera de la pantalla y en la pantalla, pero no había sido este cine, inteligente pero iluso en el fondo, y que le daba la espalda al rey de la Serie B, el que ganaría la partida, sino el del propio Corman y los nerds que consumían sus producciones un sábado por la noche en el autocinema y leía cómics y novelitas pulp. Steven Spielberg y George Lucas trazaron esa ruta. La edad de los taquillazos comenzaba y, con este, la del infantilismo cinematográfico, deliberadamente dirigido a un público adolescente, que exigiría, al grado de un Fanservice, películas hechas a la medida.

Efímero, pero altamente significativo, el poder y control otorgado a los directores se les revertiría al regresar a los productores y al mismo público, ávido de secuelas interminables y dispuesto a crear vanas religiones pop surgidas de personajes “más reales que la realidad”, sólo por “vivir” en la pantalla en mundos de sueño y oropel.

La taquilla y no la calidad artística mandan desde entonces.

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